En 2005, cuando el PlayStation 2 ya tenía cinco años de haber salido, llegó un título que a la postre se convertiría en uno de los estandartes de la marca, God of War, un juego de acción frenética que nos presentó a uno de los protagonistas más imponentes de la historia de los videojuegos.
Como buen tecnorruco por supuesto sabes que estamos hablando de Kratos, pero lo que quizá no tengas tan presente (a no ser por el título de este texto) es que el primer God of War está cumpliendo 15 años.
Han sido tres lustros de despedazar a seres mitológicos y de enfrentarse no solo a deidades de la mitología griega, sino también de la nórdica.
Todo inició con ese primer juego que nos puso en los zapatos de Kratos, el Fantasma de Esparta -un guerrero que asesinó a su familia mientras era manipulado por Ares, el Dios de la Guerra-, a quien acompañamos en su travesía para detener al responsable de su tragedia.
El modelo del primer God of War era de acción hack and slash y resolución de puzzles, y Kratos fue diseñado como un personaje trágico pero con el que era difícil empatizar, salvo por el hecho de que era increíblemente badass.
God of War se convirtió en un éxito de ventas, en un hito para los videojuegos y hasta la fecha es imposible pensar en quick time events sin mentalizarlo.
Naturalmente le siguieron secuelas y precuelas, algunas estupendas y otras olvidables, todas enfocadas en un mismo sistema de combos y en una propuesta general que con el tiempo hizo que la saga cayera en un estancamiento en forma y sustancia.
Pero en 2018 llegó una entrega, también llamada God of War, que llevó a la franquicia a lares más allá de la mitología griega y que le inyectó vitalidad gracias a un enfoque fílmico en la narrativa, a la adición de un personaje secundario que extendió los alcances del gameplay y a un sistema de combate más complejo que ya no dependía solo del mero botonazo y de la memorización de secuencias.
Además, el juego hizo de Kratos un individuo empático.
God of War ya no es lo mismo de hace 15 años, y aunque algunos puristas no estén de acuerdo con ello, es un excelente caso para explicar que los cambios son buenos -o al menos en su mayoría- y necesarios para reivindicar aquello que se va desviando en el camino.