Los fabulosos 90. Esa década en la que las melenas del glam metal ochentero cedieron a las camisas de franela del grunge, esa era en la que los videojuegos entraron a la arena de las consolas de 16 bits -regalándonos de paso algunos de los títulos más importantes de toda la historia-, la época de Terminator 2 y de El príncipe del rap.
Y también la década en la que las telecomunicaciones tenían entre sus métodos un dispositivo que a los tecnorrucos nos tocó conocer a detalle: el bíper (o beeper, según cuán angloparlante te sientas).
El bíper, en pocas palabras, es un receptor de mensajes de texto para el que se debía triangular con una operadora el envío de esos mensajes.
Los Generación Z no lo comprenderán, pero los que tuvimos un bíper en nuestras manos en los 90 nos acordamos perfectamente de:
1. El oso de marcarle a la operadora
Aquí un poco de contexto. Si querías mandarle un mensaje a alguien, debías marcarle a una operadora (de ahí la triangulación), proporcionarle el número identificador del bíper receptor y dictarle el mensaje, y pues implicaba cierta labor de valentía y resignación, porque eso de hablar con extraños al teléfono era, es y seguirá siendo incómodo.
2. La pena de que la operadora se enterara de nuestras vidas
Claramente eran personas capacitadas para transcribir y no cuestionar el mensaje que se les dictara, pero siempre quedaba esa sensación de pena, de saber que una persona ajena a la conversación necesitaba enterarse de algo que no le incumbía.
Además, estaba ese momento turbo incómodo en el que la operadora confirmaba tu mensaje, de manera que la escuchabas decir, por ejemplo, “’Estoy embarazada’, ¿confirmo el mensaje?” y pues qué horror que anduviera ahí alguien enterándose de los asuntos truculentos de la familia.
3. Maravillarse por ver escrito lo que habíamos dictado
El fin de esa triangulación era la llegada del mensaje escrito al bíper receptor, y era típico pedirle a la persona dueña de ese aparato que te mostrara el mensaje para verlo en todo en su esplendor.
¡Y sí, ahí estaba! Escrito, interpretado por la operadora como se le dio la gana (porque ah, cómo le metían de su cosecha), y hasta firmado por ti. Era una sensación única, como si hubiésemos lidiado con tecnología extraterrestre, reflejo de que ni nos imaginábamos que años después estaríamos en comunicación permanente a través de dispositivos que comenzaríamos a llamar “smartphones”.