El ser humano ha pensado siempre en la vida y la muerte al ser estos procesos inherentes a su existencia, motivo por el cua, y aprovechando las festividades del Día de Muertos y de Halloween, nos hemos dado a la tarea de explicarte un poco del concepto de la muerte en el plano fisiológico.
¿Qué es la muerte?, sin duda una cuestión difícil de definir por la diversidad de conceptos filosófico-religiosos de cada cultura, sin embargo, en el concepto médico, la muerte puede definirse como un proceso conclusivo que consiste en la extinción del equilibrio de la homeostasis (el conjunto de fenómenos de autorregulación que llevan al mantenimiento de la constancia en las propiedades y la composición del medio interno de un organismo) que termina con la muerte celular.
Nosotros estamos vivos mientras nuestras células lo estén. Cualquier ser humano durante su vida realiza diferentes funciones vitales como nacer, crecer, reproducirse y morir, regidas desde su génesis por los genes que se hayan dispuestos. Genes que son modificables por la inestabilidad medioambiental y por la herencia.
Una persona que nace, tiene su destino marcado por su base genética. La muerte ocurre cuando sus genes deciden que debe hacerlo siempre que no haya elementos que los distorsionen, como accidentes o enfermedades. La esperanza de vivir más o menos es una hoja del tiempo celular marcada por los elementos de exposición a la que nos enfrentamos día a día.
La muerte, en pocas palabras, es el cese de todas las funciones vitales. Pero…
¿Qué ocurre cuando morimos?
En medicina podemos denominar a la muerte como un fallo multisistémico, la caída en picada de la función de los órganos uno a uno, en cuestión de días, horas o minutos. Un sin número de situaciones puede conducirnos a la muerte, sin embargo, esta ocurre en una secuencia de sucesos que, aunque dependen de la causa, tienen una base fisiopatológica.
Este proceso inicia en las células del organismo por un descenso de la perfusión. Nuestros órganos perduran mientras exista vitalidad en la perfusión de los órganos, no solo por la estabilidad de la circulación, sino también por la estabilidad del transporte y la entrega de oxígeno a las células.
El oxígeno se recibe de la adecuada función respiratoria de nuestro cuerpo, forma parte del 21% del aire que tomamos del ambiente. Cuándo éste disminuye en la sangre, se envían alertas al cerebro para que la función respiratoria lo encuentre (lo hace aumentando la frecuencia respiratoria hasta que aparece la fatiga). Si la persona no está en condiciones de recibir oxígeno, el cuerpo humano lo intenta extraer de los tejidos para dárselo a los órganos diana (corazón, riñón y cerebro).
En este proceso de extracción de oxígeno se envían señales para indicar a las células que no hay oxígeno para que se inicie el metabolismo anaerobio un mecanismo alternativo para mantener la energía celular y lo hace a costa de su propia integridad, ya que de mantenerse resulta toxico para las células.
Así, faltos de oxigeno, los órganos van dejando de funcionar. Dentro de los primeros 10 segundos la actividad eléctrica de nuestro cerebro disminuye y a los 4 minutos quedará irremediablemente dañado, tres horas después, tus pupilas todavía podrían reaccionar con gotas de pilocarpina (un medicamento para el glaucoma) y tus músculos seguirían contrayéndose mecánicamente si se estimularan, incluso 24 horas después se puede obtener un injerto viable de piel ya que estas continúan dividiéndose; a las 48 horas, un injerto de hueso es viable y un injerto de arteria hasta 72 horas después, el oído es el último sentido en desaparecer, sorprendentemente pasaran hasta 37 horas hasta que nuestra última neurona produzca su impulso eléctrico final.
Quizá la evidencia más reveladora de que la vida continúa dentro de un cadáver es que aproximadamente 40 horas después de haber muerto, los espermatozoides serian viables para concebir un hijo.
Ya en el interior de la célula, al igual que en el resto del universo, se rige por las leyes de la física, donde toda partícula de materia tiene una carga eléctrica. Al faltar el oxígeno, la neurona se despolariza, se modifica su potencial eléctrico y su membrana pierde cohesión, se vuelve rugosa y porosa: se le hacen una especie de hoyos por los que se le sale el precioso relleno y al mismo tiempo le entra agua, así que se hincha y luego se encoge, perdiendo el control y los niveles de los bioelementos que requiere para sobrevivir.
La mitocondria, esa parte de la célula que se dedica a producir energía, deja de trabajar y entonces se suspende la síntesis de proteínas. También se rompe la membrana de los lisosomas y sus enzimas, destinadas en condiciones normales a destruir microorganismos patógenos, al liberarse destruyen la célula, un fenómeno llamado autolisis.
El tiro de gracia lo da el calcio. Sus niveles dentro y fuera de la célula se trastornan, afectando todavía más la membrana y las organelas, haciendo que se viertan todavía más enzimas en el citoplasma, acelerando aún más el proceso de autodigestión. La membrana del núcleo de la célula también se daña, derramando el material genético. Cuando la muerte celular alcanza el tronco encefalico, el cerebro ha muerto. La muerte es irreversible.
Entre algunos datos a remarcar se ha podido establecer que la temperatura de un cadáver desciende entre 0.8 y 1.0 grados centígrados por hora durante las primeras 12 horas, y en las subsiguientes 12, de 0.4 a 0.5 grados por hora hasta que la temperatura del organismo se iguala con la del medio ambiente. No existe ningún cadáver que pueda estar más frío que el medio ambiente.
También habrá una deshidratación; de 10 a 15 gramos de agua por kilogramo de peso por hora, una persona de 70 kilos perdería de 700 gramos a un kilogramo por hora. Se secarán primero tus labios y tus ojos: aparecerán hundidos y perderán su brillo. Al cesar la lubricación de las lágrimas, las córneas se tornan opacas. Conocido como tela glerosa corneal, este signo se presenta más rápido en un cadáver con los ojos abiertos. Los labios, el ano, la vulva y el escroto, si quedan expuestos, se despellejan.
La sangre en los vasos sanguineos cederá ante la gravedad formando livideces, manchas de color rojo vinoso que quedarán marcadas en las partes bajas del cuerpo según la posición en la que se encuentre, respetando las superficies de apoyo o contacto, que quedarán más claras. Estas marcas suelen imprimirse a las tres o cuatro horas post mortem, y alcanzan su mayor intensidad alrededor de las 18 o 20 horas. Si a las cuatro o cinco horas se cambiara de posición al cuerpo, podrían desaparecer las manchas originales y aparecer nuevas.
A las tres horas, el cuerpo comenzará a ponerse rígido, los primeros son los músculos pequeños de la cara, como el de la risa, alcanzando una rigidez máxima a las 18 o 20 horas. Esto sucede porque en los músculos hay sustancias con las que se produce energía, principalmente adenosín trifosfato (ATP), ácido láctico y ácido sarcoláctico, que al faltar el oxígeno se quedan acumuladas.
Sin embargo este signo cadavérico no es permanente: al autodestruirse las células, también se degradan las sustancias que endurecieron los músculos y el cuerpo volverá a quedar flácido. Entonces iniciará la putrefacción, la destrucción del cadáver con la intervención de bacterias. Esta fase de la descomposición se divide en cuatro etapas: cromática, enfisematosa (dura semanas), colicuativa o de licuefacción (dura meses), reductiva o de esqueletización (dura años).
Verde, el color de la ¿muerte?
Si el verde es el color de la vida, también lo es de la muerte. En el abdomen, ahí donde habitan millones y millones de microorganismos que no morirán al mismo tiempo que tú, aparecerá una mancha verde que irá extendiéndose por todo el cuerpo, pues las bacterias oxidan la hemoglobina. Esas mismas bacterias, que continúan su ciclo, producen metano y propano, gases que infiltran todo el cuerpo y lo inflan hasta que sus miembros se extienden. Hacen que se salten los ojos, las venas, la lengua y los genitales. También provocan bulas o flictenas enfisematosas: burbujas de gas bajo la piel. De hecho, se desprenderá la piel, y con cierta tracción, el pelo.
En la fase colicuativa, tal cual, nos volvemos un licuado y abarca la destrucción de todos los órganos; es la continuación de la autolisis sumada a la intervención de bacterias, hongos, insectos y gusanos. Si hay suficiente humedad, la grasa se hará jabón.
Aun si te inhumaran en un ataúd inaccesible y tu cuerpo quedara librado de los insectos ¿quién podría asegurar que no se te hubiera parado encima una mosca en la morgue del hospital o durante los servicios funerarios?, la descomposición será lenta pero inevitable, consumada por todas aquellas bacterias anaerobias que habitan en tu cuerpo y no requieren oxígeno para sobrevivir.
Los huesos quedarán al último. Si absorben los minerales de la tierra quizá se endurezcan convirtiéndose en roca. Si se desmineralizan, quedarán hechos polvo.
En conclusión, no importa si la muerte te sorprende en paz o en agonía, la muerte es un proceso, no un instante, y si bien no sabemos exactamente lo que le sucede a nuestra conciencia, nuestro cuerpo sigue la ley de la conservación de la materia: “La materia no se crea ni se destruye solo se transforma”.